Pese a su casi medio siglo de carrera, el director japonés Seijun Suzuki brilla por su ausencia en una buena parte de las listas enciclopédicas de cine oriental y, aun cuando exhibió una marcada inquietud vanguardista, nunca formó parte de la Nūberu Bāgu, la Nueva Ola Japonesa. Lo suyo siempre fue el cine B de vocación popular, centrado principalmente en el mundo de la yakuza. A raíz de esto sus películas se exhibían generalmente a continuación de títulos más prestigiosos, lo que no le impidió una búsqueda constante de nuevas formas y matices visuales para narrar sus historias de lealtades, traiciones, venganza y violencia. Asociado durante gran parte de su carrera a la productora Nikkatsu, Suzuki fue un director contratado en la época de la producción de estudio. Esto implicaba evidentes limitaciones artísticas: no tenía derecho a elegir en que películas trabajar, se le entregaban guiones ya terminados, y tenía que grabar con los actores, el (ínfimo) presupuesto y el (mínimo) tiempo que se le otorgaba. Lo que es peor, es que si se negaba a realizar una película, corría el riesgo de ser despedido. Y para un director que creció en el sistema de estudios, eso significaba arriesgarse a no filmar nunca más. Pese a esto, durante el tiempo que estuvo en Nikkatsu, Suzuki de todas formas rechazó hacer dos o tres películas y, debido a sus inquietudes artísticas, se preocupó de modificar en mayor o menor medida los guiones de todas las demás, convirtiéndolas en el proceso en ejercicios de puro expresionismo fílmico. Gracias a esto pudo convertir películas eróticas y criminales de segunda categoría, en demenciales ejercicios de estilo. Deambulando siempre entre el pop art, el noir, y una influencia evidente del kabuki y la Nūberu Bāgu, un puñado de sus cintas terminaron pasando a la historia como obras vanguardistas que influenciarían a directores como Jim Jarmursch, Quentin Tarantino, Park Chan-wook o Nicolas Winding Refn, solo por nombrar algunos.

En el caso en particular de “The Flowers and the Angry Waves” (1964), la cinta se centra en un yakuza llamado Kikuji Ogata (Akira Kobayashi), quien tras “secuestrar” violentamente a su amada, una muchacha llamada Oshige (Chieko Matsubara) que está comprometida en matrimonio con el líder de su clan, huye junto a ella en dirección a Tokio con la esperanza de comenzar una nueva vida juntos. Un año más tarde, mientras Oshige trabaja como mesera en una posada ubicada en el distrito de Asakusa, Kikuji se desempeña como obrero de una compañía constructora manejada por el clan Murata, el cual obtiene todos sus contratos mediante el uso de la violencia y el chantaje. El único amigo de la pareja en Tokio es Ihei (Kaku Takashina), el dueño de la posada donde trabaja Oshige, quien además es la única persona que sabe que ellos dos están casados. Lamentablemente para ambos, su tranquilidad se verá súbitamente interrumpida por un violento conflicto que se genera entre el clan Murata y el clan Tamai, quienes se están disputando un valioso contrato. Para complicar aún más las cosas, mientras que una geisha llamada Manryu (Naoko Kubo) se enamora de Kikuji, un inspector de policía llamado Tanioka (Isao Tamagawa) comienza a hacer todo lo posible para conquistar a Oshige, generando tensiones en la pareja. Sin embargo, lo que definitivamente amenazará su intento por ser felices, será la presencia de un peligroso asesino llamado Yoshimura (Tamio Kawaji), el cual fue contratado por el antiguo jefe de Kikuji para acabar con ambos, lo que llevará al antiguo yakuza a retomar sus viejos hábitos con el fin de construir un futuro en compañía de su amada. 



Entre otras cosas, “The Flowers and the Angry Waves” se caracteriza por contener múltiples subtramas, muchas de las cuales van siendo presentadas de manera apresurada sin respetar demasiado una estructura dramática lógica. Es así como durante el transcurso de sus aproximadamente 90 minutos de duración, la cinta explora un triángulo amoroso con tintes trágicos, un conflicto político que involucra el control de unos territorios; y el duelo entre un certero asesino y un ex yakuza, el cual está siendo vigilado de cerca por la policía. Todo esto ocurre en plena Era Meiji (comprendida entre 1868 y 1912), época durante la cual Japón comenzó a abrirse a la influencia de modas extranjeras, fenómeno el cual está plasmado en la estética y en algunos elementos que Suzuki le imprime al relato. Esta noción de modernidad asociada a una permeabilidad cultural es distinguible en cosas tan simples como el estilo de peinado de Oshige, en la afición de Manryu por el gin (alcohol que conoce gracias a un extranjero), e incluso en la particular vestimenta que luce Yoshimura. Pero no solo esto convierte a “The Flowers and the Angry Waves” es una obra transicional. Suzuki también hace eco a las viejas tradiciones samuráis que reinaban en el Japón feudal, al mismo tiempo que advierte la agresividad y la ambición de una nación que eventualmente terminaría convirtiéndose en una potencia mundial. Por último, es posible situar en esta misma línea evolutiva a gran parte de los personajes que participan en la historia, ya que estos hacen todo lo posible por dejar su pasado atrás y reconvertir sus vidas. Por ejemplo, mientras que Ihei antiguamente fue un yakuza que optó por una existencia más tranquila tras convivir por años con la violencia, el mayor deseo de Manryu es poder dejar la prostitución y alejarse lo más posible del bar ubicado en Manchuria en el cual trabaja. Evidentemente dentro de este grupo se encuentra Kikuji, pero al igual que el resto de los personajes, descubrirá de la peor forma posible que dejar el pasado atrás es mucho más difícil de lo que él cree.

Desde el punto de vista estético, “The Flowers and the Angry Waves” es un verdadero espectáculo. Suzuki en compañía del director de fotografía Nagatsuka Kazue y el director de arte Kimura Takeo (quien también participó en la confección del guion), hacen un estupendo trabajo a la hora de capturar las calles del viejo Tokio como alguna vez lo hicieron cineastas de la talla de Akira Kurosawa y Mikio Naruse, para luego contrastarlas con una interesante paleta de colores y una sociedad en pleno proceso de cambio, donde los distritos turísticos coexisten con los sórdidos lugares frecuentados por los miembros de la yakuza y con los precarios barrios obreros. Al mismo tiempo, ciertos escenarios donde transcurre la historia, como por ejemplo los estrechos callejones por los cuales deambula el protagonista, son utilizados por Suzuki para graficar la creciente sensación de opresión que sienten Kikuji y Oshige a medida que se acerca el implacable Yoshimura. Fiel al estilo de película que solía filmar Suzuki, “The Flowers and the Angry Waves” cuenta con un par de escenas de acción, las cuales si bien en su mayoría son bastante estándar, hay una de ellas que demuestra porqué el cineasta merece mucho más reconocimiento del que tiene. En dicha escena, se retrata una violenta batalla campal entre los miembros de los clanes Murata y Tamai que sucede en los límites de un aserradero, lo cual es aprovechado por el director para utilizar una serie movimientos de cámara cuyo objetivo es seguir de cerca al protagonista mientras este se abre camino entre las huestes del clan rival con la ayuda de su afiliada espada, dejando un rastro de cadáveres a su paso. También resulta destacable la secuencia final del film, la cual se ambienta en un particular laberinto improvisado compuesto por varios montones de nieve, el cual sirve de escenario para el esperado enfrentamiento entre Kikuji y Yoshimura. 



El elenco en su gran mayoría realiza un trabajo correcto, en especial la dupla protagónica quienes exhiben una gran química entre sí, la cual ya había sido puesta a prueba en el film “Kantô mushuku/Kanto Wanderer” (1963) cuya dirección también estuvo a cargo de Suzuki. Por otro lado, la banda sonora del compositor Hajime Okumura también resulta destacable, básicamente porque refleja a la perfección el profundo sentimiento de frustración que experimentan Kikuji y Oshige. El gran problema de “The Flowers and the Angry Waves” es que durante al menos la primera media hora del film, este presenta una narrativa innecesariamente compleja, por lo que no solo resulta complicado identificar el papel que juega cada personaje en la historia, sino que además el ritmo narrativo de la misma se ve sumamente resentido. Sin embargo, cuando las motivaciones de los personajes finalmente son reveladas, la cinta se torna mucho más dinámica y se convierte en un interesante ejercicio de cine B que mezcla de manera efectiva la acción con el drama. Quizás lo más relevante de esta cinta que durante años ha pasado desapercibida dentro de la extensa filmografía de Seijun Suzuki, es que refleja el espíritu de un director que durante toda su carrera hizo todo lo posible por rebelarse ante los límites establecidos por sus empleadores, utilizando las escasas herramientas que tenía a disposición, logrando ocasionalmente pequeños triunfos que probablemente no le otorgaron el reconocimiento que merecía o añoraba, pero que si le permitieron crear pequeñas joyas que los aficionados al cine en general están llamados a redescubrir.

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