Tras el exitoso y alabado estreno de “Ghost in the Shell” (1995), el director japonés Mamoru Oshii se caracterizaría por realizar películas de ciencia ficción poseedoras de impresionantes escenas de acción, postulados filosóficos y una estética ciberpunk. A mediados de la década del 2000, Oshii junto al guionista Chihiro Itō comenzaron a trabajar en la adaptación de la entonces popular novela de cinco partes “The Sky Crawlers” del escritor e ingeniero Hiroshi Mori, la cual tenía una estructura bastante compleja que dificultaba su posible adaptación, hecho que era reconocido por su propio autor. A sabiendas de esto y con la intención que la producción pudiese ser atractiva para un público juvenil, Oshii se comprometió a utilizar una narrativa lineal que facilitara la compresión de la trama y de las temáticas que esperaba repasar. Parte de lo que le gustó al director de la novela de Mori, fue que le daba la posibilidad de mezclar elementos propios de la ciencia ficción contemporánea, emocionantes luchas aéreas inspiradas en los enfrentamientos acontecidos durante la Segunda Guerra Mundial, y unas dosis importantes de melodrama adolescente. Y es que el mundo en el que se desarrolla la historia de “The Sky Crawlers” (2008) podría considerarse como una fusión geográfica y cultural de la realidad norteamericana, japonesa y europea durante la década del cincuenta, con la diferencia que en esta versión del mundo la televisión satelital, las corporaciones multinacionales y la ciencia genética son los grandes motores de la sociedad.

La historia de “The Sky Crawlers” se desarrolla en un futuro alternativo donde por fin se ha instaurado la paz. Sin embargo, para que esta situación sea sostenible en el tiempo, las grandes corporaciones conducen “guerras” televisadas con el fin de aplacar una posible rebelión social. Los protagonistas de estos combates artificiales son un grupo de jóvenes conocidos como Kildren, los cuales están destinados a vivir eternamente como adolescentes, lo que en cierta medida los convierte en personas desechables ante los ojos de los grandes empresarios. A diferencia de la novela “1984” del escritor George Orwell, donde se postula que Londres está en medio de una guerra perpetua debido a la fragmentación de la sociedad, “The Sky Crawlers” sugiere que estos combates mediáticos buscan favorecer el bienestar de una sociedad que después de incontables esfuerzos ha logrado alcanzar un estado de prosperidad. Bajo este prisma se postula que cualquier tipo de conflicto bélico y gran parte de los problemas de la sociedad, pueden ser mitigados si se generan acontecimientos artificiales que tengan como objetivo recordarles a los ciudadanos las potenciales consecuencias de determinadas acciones. Esta es precisamente la función que cumplen los Kildren, seres en esencia trágicos cuya vida está al servicio de las corporaciones y del resto de los habitantes del mundo. Por otro lado, el hecho que esta raza de adolescentes sea inmortal, provoca que el dramático espectáculo del que son parte adquiera un cariz poético, ya que pueden ser vistos como ángeles que durante sus enfrentamientos caen desde el cielo envueltos en llamas a bordo de sus fantásticas máquinas voladoras. 


Luego de la muerte de tres pilotos pertenecientes a la Corporación Rostock a manos de un habilidoso y misterioso piloto apodado como “El Profesor” quien trabaja para el “enemigo”, la poderosa Corporación Lautern, Yūichi Kannami (Ryō Kase) es reasignado al Área 262 donde vivían los pilotos fallecidos. Dicho lugar es liderado por Suito Kusanagi (Rinko Kikuchi), una vengativa ex piloto que parece ser incapaz de alcanzar la felicidad, y la mecánica Towa Sasakura (Yoshiko Sakakibara), quien es la única adulta que reside en la base. Durante el transcurso de la estadía de un retraído Kannami en el Área 262, no solo entabla una relación de amistad con Naofumi Tokino (Shōsuke Tanihara), un joven piloto que es bastante más experimentado de lo que sugiere su lozana apariencia, sino que además establece una compleja relación con Kusanagi, quien es la única persona que se ve afectada a nivel emocional con el nuevo recluta, aunque por motivos que este desconoce por completo. Y es que Kannami no tiene recuerdo alguno de sus misiones previas a su llegada al Área 262, y al igual que otros Kildren que habitan en la base, vive en un estado de constante hastío y aburrimiento que lo lleva a cuestionarse su rol en el mundo y aquello que lo motiva a enfrentarse con los pilotos de la corporación rival. Mientras Oshii va presentando a los personajes y retrata el camino que sigue el protagonista para convertirse en el mejor piloto del lugar, se van desplegando los pequeños misterios que contiene la trama, como por ejemplo la verdad que se esconde tras el avión que pilota Kannami, los motivos que llevan a Kusanagi a tener una actitud más bien distante con el protagonista, la verdadera identidad del “Profesor”, y la posibilidad que alguien al interior de la Corporación Rostock eventualmente traicione al escuadrón al que pertenece Kannami, los cuales en su conjunto invitan al espectador a involucrarse en una trama que es narrada por Oshii de forma pausada, donde los diálogos y los detalles sutiles adquieren una especial importancia a lo largo del film.

Lamentablemente, es tal la parsimonia que Oshii emplea a la hora de narrar la historia, que los temas que el director busca explorar a lo largo del film, como por ejemplo la naturaleza violenta del hombre, las consecuencias de no poseer un propósito en la vida, la alienación de la juventud, y los alcances de las actitudes de ciertos adultos que en la actualidad parecen negarse a envejecer tanto física como psicológicamente, se diluyen junto al grado de interés del espectador en ellos. A raíz de esto, para cuando uno de los personajes enarbola un discurso que une muchos de los cabos sueltos del relato, sus revelaciones no tienen el impacto esperado. Por otro lado, el hecho que las escenas de acción sean escasas y estén muy distanciadas las unas con las otras, no colabora a evitar que la película se torne algo tediosa. Pese a esto, es innegable que las escenas que se centran en los combates son impresionantes, ya que Oshii no evade la carnicería y la brutalidad inherente al ballet aéreo que protagonizan los Kildren, al mismo tiempo que les imprime un dinamismo del cual es difícil abstraerse. En estricta relación al aspecto visual de la producción, el gran problema estético que presenta “The Sky Crawlers” es que la fusión de animación tradicional con animación CGI en contadas ocasiones logra el efecto deseado, por lo que finalmente actúa como un poderoso distractor que dificulta que el espectador se centre en lo realmente importante. En cuanto a la paleta de colores seleccionada por Oshii y el estudio de animación Production I.G., si bien es afín al tono deprimente y pesimista del relato, no termina de convencer y la resta vitalidad a los personajes. 


“The Sky Crawlers” sería estrenada el 2008 en el Festival de Cine de Venecia con bastante éxito, situación que se repetiría en el Festival Internacional de Cine de Toronto y en el Festival de Cine de Sitges, donde obtendría tres galardones. Debido a que en Asia contaría con una estupenda recepción por parte del público, las compañías de videojuegos Project Aces y Access Games se asociarían como Mamuro Oshii y Hiroshi Mori, en la realización de un videojuego basado en la película para la consola Nintendo Wii titulado “The Sky Crawlers: Innocent Aces”. El film de Oshii es una experiencia intensa tanto a nivel artístico como filosófico, que pese a contar con una serie de virtudes temáticas, estéticas y técnicas, requiere de un gran grado de paciencia por parte del espectador, la cual lamentablemente no es recompensada con un final satisfactorio. Muy por el contrario, el clímax de la cinta es extremadamente discursivo y deja algunos cabos sueltos que ejemplifican bien cuál es el principal problema de la producción. Básicamente, “The Sky Crawlers” es una cinta difícil de seguir no porque su trama sea especialmente compleja, sino porque Oshii no logra explicar bien aquello que desea transmitir, lo que al menos provoca que el espectador se identifique con la confusión de la que es víctima el propio Yūichi Kannami, quien experimenta una serie de dificultades para encontrar su lugar en el mundo y alcanzar la tan esquiva felicidad.

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